Adiós al Cronopio Mayor

Sólo se muere dos veces

Por Jotamario Arbeláez

Ignacio Ramírez Pinzón murió en septiembre del 2000 en un hospital de Legnano (Italia), cerca de Milán, mientras organizaba un festival cultural de colombianistas, de un cáncer del páncreas que acababa de despertársele. No se dejó visitar ni para enterrarlo. La crónica de esa muerte puede leerse en el libro Los fantasmas felices, del mismo Nacho, editado en el 2007 por Teresa Montealegre en la Colección de Textos Perdidos. Lo mató la muerte, pero no se llevó su cuerpo. A pesar de encontrarse ya entre los bienaventurados -tras atravesar el túnel de luz-, un extraño karma lo condenó a permanecer entre nosotros, en una hiperactividad intelectual imposible, velando por la cultura a la que había consagrado sus neuronas. Cada año ponía el pie en Europa por amplios meses, en busca de los escritores de la diáspora, una extraña obsesión que compartía con su compañera de entonces, Olga Cristina Turriago, para elaborar el testimonio Hombres de palabra. El día de nuestro común cumpleaños fui a visitarlo a su habitación. Me hizo sentar y me dijo que yo ya sabía lo de su enfermedad terminante, pero que le agobiaban tres cosas.

Una, la soledad. Todos sus familiares habían muerto y sus hijos estaban lejos. Dos, la debilidad, combinada con los dolores atroces, que lo habían obligado a suspender la publicación de Cronopios, su página virtual de promoción cultural, cuya acometida lo mantenía en pie. Tres, el deterioro mental, que le impedía comunicarse, pues si se sentaba ante el computador a escribir una cosa le salía otra, en una exasperante dislexia. Por eso tampoco podía acometer ningún trabajo remunerado, lo que le impedía ganar un peso para pagar el arriendo y a la señora que le alcanzaba el vaso de agua. Corría el riego de terminar debajo un puente.

Por lo tanto, había tomado la determinación de acabar con su vida. Pero un cianuro o una estricnina no se venden en las farmacias. No tenía el dinero para un revólver, que nunca había disparado, y no podía en el último momento acudir a la violencia armada contra sí mismo. Había consultado con expertos en eutanasia, y concluido que tenía un elevado costo ingresar a una clínica y hacerse conectar para luego desconectarse. Sentí el impulso de tomar la almohada y ponerla sobre su cara. Me contuve. Me pidió que por lo menos toda esta tortura que vive la contara en esta columna, advirtiéndome que me cuidara de elogios. Él, siempre tan digno y discreto con sus propios sufrimientos. A lo mejor quería leer con anticipación mi artículo mortis.

Espero que sea la propia muerte quien le aplique la eutanasia. No puede ser la muerte tan inhumana con un ser que la está llamando. Muerte, llévatelo, por favor, no seas mierda. En lo posible, antes de que termine esta página. Te mato con un beso, querido Ignacio.