El aciago destino de los autores

Por Iván Beltrán Castillo

Todos los autores han entrado en el desprestigio, incluido Dios, creador de creadores, dueño del alfabeto inexpugnable del que nadie puede escapar sino a través de métodos extremos y dramáticos. Los premios y las recompensas que les estaban reservados, su tierra prometida, su lugar de encuentros, se disiparon por completo, convirtiéndolos en la mayoría de los casos en unos damnificados, vanos reyezuelos de la bruma, o, lo que es aún más cruel, en triunfadores derrotados por el éxito, vacíos artífices de ensoñaciones peregrinas. En síntesis, una raza ininteligible que con el correr de los tiempos llegará a no necesitarse para absolutamente nada.

Autor: curiosa palabra que designa a una especie de demiurgo omnímodo, que reina sobre algo de manera alternativamente paternal y trágica. Su prole son los productores, los editores y los comerciantes pero todos ellos, aunque no lo confiesen, son ateos y parricidas. De ahí que hayan alzado la mano contra sus propios padres hasta el punto de que algunos, ebrios de amor por el vacío, postulen que “ya no se necesitan escritores para hacer libros, ni guionistas para hacer cine, ni periodistas para hacer crónicas, ni dramaturgos para hacer teatro, y si se nos viene en gana seremos capaces de poner de moda libros con las páginas en blanco”.

El autor es el ser más solitario de la Tierra, aunque en ocasiones su trabajo se convierta en un espejismo populoso. En el lugar de sombras que le pertenece, atemporal e hilarante, se enfrenta a diario con sus creaciones. Su sitio no es completamente de este mundo, pero anuncia un universo mejorado: no el que es, sino el que debería ser.

Toda forma de creación ha ido a dar, hasta la fecha, en un fracaso irremediable. Si el autor trabaja en el cine, la televisión o el teatro, que son artes colectivos, su materia prima es traicionada, una y otra vez, por aquellos que deben comprender el guiño, y que, sin embargo, parecen destinados a no comprender nada: no aman la creación sino su parte fútil, es decir el triunfo.

Por eso son más dignos los géneros solitarios como la poesía, el onanismo, la novela y el suicidio. En ellos el artista debe despojarse de las máscaras de la sociabilidad y de los tratos cotidianos, quedarse completamente solo, abandonado, dejado por el mundo, para alcanzar su voz y descubrirse. Estos develamientos son preciosos como diamantes pulidos lentamente y en ellos aparece siempre la denuncia de que, para decirlo con Rimbaud, la verdadera vida está en otra parte. Y por eso acostumbran recibir, como contraprestación, la furia de los señores y la zancadilla de los lacayos: nada más peligroso que tener visiones en un mundo de ciegos.

Símbolo de la reducción de todo a la esfera de lo kitsch, de la banalización enardecida, de la compra grosera de cuanto es susceptible de producir dinero, también el mundo editorial colombiano se ha transformado en un show bussines, una incomprensible máquina rapaz donde están todos los que no son y son muy pocos de los que están: una pasarela de reinado de belleza con eventos en las playas de Cartagena y en los más suntuosos salones de las grandes capitales da cuenta de la hipotética floración intelectual, comandada por un elenco de creadores ligth, cuyas bagatelas se vuelven filmes o telenovelas casi al mismo tiempo en que salen al mercado y se venden en las librerías con una celeridad que ya quisieran Céline, Proust, Perse o Malraux. Sí, una súbita bonanza de genialidad ha saltado a escena y amenaza con enceguecer la pupila de los lectores incautos y llenar las valijas de los editores. Esta, como casi todas las bonanzas, es una auténtica ficción, más próxima a la mercachiflería que al arte: Bienvenido sea, de todos modos, el boom de lo desechable, porque nos recuerda que “la salud de una cultura depende de la calidad de sus dioses”. La rutilancia de trabajos como Sin tetas no hay paraíso, Esto huele mal, Zanahorias voladoras, Perder es cuestión de método, Satanás, El penúltimo sueño o Rosario Tijeras, prueba la justeza del argumento.

Miguel de Cervantes fue quizá el primero que lo denunció, haciendo alarde de su capacidad profética: En la segunda parte del Quijote, urdió un entramado que sería la piedra fundacional de la literatura moderna. En el decurso de la ficción, como en un juego de espejos, el Caballero de la triste figura sospecha que alguien lo está escribiendo, y acusa a ese autor mediocre de estar intentando suplantar a Cervantes, para obtener, de manera oportunista, provecho del éxito obtenido con la primera parte de las aventuras del manchego.

Desde entonces los ejemplos de incomprensión frente al creador han sido muchos, y en no pocas ocasiones ésta ha cobrado un precio altísimo a sus propulsores: bástenos recordar con asombro los casos de Ezra Pound y Gauguin, de Artaud, Chejov y Poe, de Dostoievski y Kafka, de Joyce y Balzac. Ninguno de ellos pudo escapar de la costosa revancha impuesta por los adoradores de la convención y los fanáticos de la mansedumbre interior.

El vía crucis del autor, la noche perpetua a la que ha sido condenado, y las innumerables injusticias y expiaciones a las que lo sometió su encuentro con el mundo pragmático, constituirán algún día no muy lejano un capitulo denso y fatigoso de la historia universal de la infamia. Los derechos del autor están tan mancillados como los de todos los grupos y sectas y razas y pensamientos y doctrinas de las inmediaciones: los negros, los homosexuales, los locos y los que habitan cualquier forma de lo “distinto” se constituyen, por lo tanto, en sus gemelos y sus pares.

Si nos atenemos a la certeza de Shakespeare, según la cual “el hombre está hecho de la misma materia de los sueños”, la defensa del creador (léase autor) es la vindicación de la parte más sagrada de la condición humana y simboliza la tentativa de agregar camino y horizonte a esa masa indefinible que llamamos vida: el autor posee la bitácora para enfrentar este presente de fantasmas.

Triste revelación, furibunda paradoja: Ahora llega primero el pirata que el fundador.

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