Carta al legislador de la Ley de Estupefacientes

Por Antonin Artaud

El tema de la prohibición a las drogas, su estigmatización como agentes luciferinos y la manera torpe con la que los estados, las leyes, los preceptos, las morales y los ordenadores públicos las han tratado, nunca deja de ser rabiosa actualidad. Para contribuir al fomento de una idea más civilizadora de la relación del ser y sus paraísos (e infiernos) artificiales, presentamos la hermosa carta que el vidente de Rodez escribiera a principios del siglo pasado. Inteligencia y lucidez contra analfabetismo legal y brutalidad policiva. Un con-fabulador clásico

Señor legislador:

Señor legislador de la ley de 1916, aceptada por el decreto de julio de 1917 sobre estupefacientes, eres un cretino.

Tu ley no sirve más que para fastidiar la farmacia mundial sin beneficio para el nivel toxicómano de la nación porque:

1. El número de toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias es mínimo.

2. Los verdaderos toxicómanos no se aprovisionan en las farmacias.

3. Los toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias son todos enfermos.

4. El número de toxicómanos enfermos es mínimo comparado con el de toxicómanos por placer.

5. Las restricciones farmacéuticas de la droga no molestarán jamás a los toxicómanos voluptuosos y organizados.

7. Siempre habrá toxicómanos por vicio de forma, por pasión.

8. Los toxicómanos enfermos tienen sobre la sociedad un derecho imperecedero, que se les deje en paz.

Es, sobre todo, una cuestión de conciencia.

La ley de estupefacientes pone en manos del inspector-usurpador de la salud pública el derecho de disponer del dolor de los hombres; es una pretensión singular de la medicina moderna el querer dictar sus reglas a la conciencia de cada uno. Todos los balidos de la carta oficial no tienen poder de acción frente a este acto de conciencia: más aun que la muerte, yo soy el dueño de mi dolor. Todo hombre es juez, y juez exclusivo, de la cantidad de dolor físico, y de la vacuidad mental que pueda soportar honestamente.

Lucidez o inlucidez, hay una lucidez que ninguna enfermedad podrá quitarme, es la que me dicta el sentimiento de mi vida física. Y si yo he perdido mi lucidez, la medicina no tiene otra cosa que hacer más que darme las sustancias que me permiten recuperar el uso de esa lucidez.

Señores dictadores de la escuela farmacéutica de Francia, sois unos pedantes roñosos; hay una cosa que debería medir mejor: que el opio es esa imprescindible e imperiosa sustancia que devuelve a la vida de su alma a quienes tuvieron la desgracia de perderla.

Hay un mal contra el cual el opio es soberano, y ese mal se llama Angustia, en su forma mental, médica, psicológica, lógica o farmacéutica, como quieran.


La Angustia que hace locos.
La Angustia que hace suicidas.
La Angustia que hace condenados.
La Angustia que la medicina no conoce.
La Angustia que vuestro doctor no comprende.
La Angustia que lesiona la vida.
La Angustia que rompe el cordón umbilical de la vida.

Por vuestra inicua ley ponéis en manos de personas irresponsables, cretinos en medicina, farmacéuticos cochinos, jueces fraudulentos, doctores, comadronas, inspectores-doctorales, el derecho a disponer de mi angustia que es tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno.

Temblores del cuerpo o del alma, no existe sismógrafo humano que permita llegar a una evaluación de mi dolor con precisión, que aquella, fulminante, de mi espíritu.
Toda la azarosa ciencia de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que puedo tener de mi ser: Yo soy el único juez de lo que está en mí.

Volved a vuestros graneros, médicos hediondos, y tú también, Señor Legislador Moutonnier, que no deliras por amor a los hombres, sino por tradición de imbecilidad. Tu ignorancia de lo que es un hombre, sólo es igual a tu estupidez al pretender limitarlo. Yo te deseo que tu ley recaiga sobre tu padre, tu madre, tu mujer y tus hijos, y toda tu posteridad. Y ahora me trago tu ley.