Diatriba contra el cóndor

Por Iván Beltrán Castillo

Siempre he pensado que los símbolos a los que se acogen los países, las ciudades, los partidos políticos y hasta las civilizaciones, traslucen parte de su más íntima e inconfesable vocación. El símbolo es como una sombra tutelar, un escudo protector, un tótem posterior al tiempo de la magia, una imagen expresiva a la que nos confiamos y en la que se encarnan nuestros más graves principios: dime a qué símbolo te entregas y te diré quién eres, descubriré la parte más evasiva de tu identidad.

Debido a eso, desde hace mucho tiempo, sospecho que el cóndor de los Andes, animal carroñero, zopilote de cinco estrellas, buitre de buena familia, chulo de ojos azules y abrigo aristocrático, es de pésimo augurio dentro de nuestro escudo y muestra parte de los yerros y falacias sobre los que está fundado nuestro ser nacional. Investigando las características de su existencia descubrí que lo único que tiene a su favor es un gran departamento de prensa, tal y como ocurre entre nosotros con la mayoría de los patricios venerables y los doctores intocables. El buitre es un animal de temperamento oscuro pero jactancioso, que trabaja muy poco, se esfuerza casi nada, tiene la creatividad en el piso y se conforma con las piltrafas repugnantes que le dona la muerte. Al contrario del águila, ave cazadora, inteligente y llena de donaire, escogida por los Estados Unidos de América como su estandarte y cantada por Walth Whitman y otros grandes poetas de la vitalidad; nuestro cóndor lleva una existencia sombría y tiene un prontuario vergonzante. ¿Entonces de dónde viene su mítico prestigio?

Alguna vez Jorge Luis Borges, afirmó, con la clarividencia de un visitante agudo, que Bogotá es una ciudad llena de estatuas erigidas a héroes que nunca lo fueron. Pues bien, también en nuestro escudo hay un falso prócer, un héroe que nunca lo fue, un patricio sin hazañas, un condecorado que no conoce la escaramuza o el fragor de la batalla, un príncipe apócrifo y ese es, precisamente, el cóndor de Los Andes. ¿Por qué lo hemos escogido para que nos represente? ¿Quién fue el cáustico ironista que transformó a este somnoliento devorador de basura en un patricio emplumado?

No entiendo –pero esto es tan solo parte de lo inexplicable que resulta el pathos de Colombia– de dónde proviene la veneración hacia este chulo petulante, los sentidos discursos que se le escriben y que contaminan los recintos y palacios del poder, los salones de la retórica oficial, las academias, los salas de convenciones y las sedes de los partidos políticos.

El cóndor representa, es cierto, algunas características de los colombianos, y no precisamente las mejores: su figuración inexplicable guarda acongojantes semejanzas con la de buena parte de nuestra fauna social, política y cultural. El país está lleno de carroñeros con blasones cuyas hazañas y episodios, al igual que las del buitre nacional, son del todo inexistentes.

El cóndor es la clase alta de los carrroñeros, el archiduque de los tragadores de estiércol, y por ellos no tiene ni siquiera el encanto modesto del chulo común, que, como lo descubrió con envidia Truman Capote, sabe de su baja estopa, que es feo y repugnante, y, por lo tanto, no tiene la necesidad ni el interés de engañar a nadie. El zopilote nacional, en cambio, es un gran farsante, un estafador plumífero.

Hace poco tiempo asistimos a una de nuestras eternales y bizantinas polémicas nacionales, cuando alguien dijo que el cóndor, en el escudo patrio, debía mirar hacia otro lado. Al instante se formó la debacle: los nacionalistas de agua dulce y los moralistas de la historia saltaron a la escena, para deplorar que alguien fuera capaz de perturbar la perenne inmortalidad y grandeza del chulo linajudo. Comentarios, diatribas y encendidos debates estallaron como petardos de pólvora. ¿No es acaso perturbar la mayoría de nuestros símbolos un principio de revisión y de cambio?

Pero, tal vez, la discusión sea otra: si este caballero de dudosa grandeza merece o no merece estar en el escudo de una nación en crisis, necesitada de símbolos más vivos, más vitales y sobre todo, menos decadentes.

Yo, desde esta humilde trinchera, abro la jaula para remplazar al cóndor en el escudo… se escuchan las propuestas…

No faltará el cínico que postule al perico…