La urbanidad de Escobar

Por Iván Beltrán Castillo

Durante muchas décadas, como un intruso engolado, la Urbanidad de Carreño fue el libro de la etiqueta colombiana, la Biblia de las buenas maneras, el faro de nuestra sociabilidad. Allí, según sus adeptos, se encontraban conjuntadas las fórmulas y los clishés capaces de expresar nuestro donaire, nuestra hipotética clase, nuestra pertenencia a una raza lavada de pecados y heredera de la epopeya histórica. Pero esa urbanidad, escrita por un cejifruncido moralista venezolano, se hizo anacrónica, comenzó a ser despreciada por los más jóvenes y terminó convertida en reina de burlas o, en el mejor de los casos, en exquisita representación literaria del Kitsch criollo. Después se volvió ridículo seguirla: había escapado de nuestro subconsciente, que no es otra cosa que el agrimensor de la memoria.

¿Qué Urbanidad remplazó a la urbanidad de Carreño?

Porque una sociedad siempre necesita de modelos a copiar, de vetos a seguir, de formulaciones que le den, aunque sea en apariencia, solidez y realidad.

Con frecuencia los maestros del erotismo enseñan que el objeto más deseado, aquel que encarna nuestro abismo y que, en el fondo, nos revela, produce vértigo, repulsa, indignación, rechazo, terror, hilaridad: Es la imagen que nos reflejaría si nos paráramos frente a un verdadero espejo.

Pues resulta que, curiosamente, hace años, con o sin inocencia, la mayor parte de la sociedad colombiana tiene vértigo, repulsa, indignación, rechazo, terror, hilaridad hacia los modelos sociales creados por el narcotráfico, pero no ve con malos ojos sus escenografías, ni sus vestuarios, ni sus diálogos, ni mucho menos la costosa superproducción de su infernal oasis. La relación erótica es innegable y puede explicarse tanto con la inteligencia como con la intuición. ¿No será ese el motivo de que entre nosotros los jueces hayan terminado comulgando con los enjuiciados? ¿No será el altar de los deseos el que fatalmente vincula y aproxima a la víctima con el victimario, al ofensor con el ofendido? ¿No es coherente suponer que, lejos de razones científicas o médicas, despotricamos y perseguimos a los narcotraficantes, porque no son más que la visión de lo que nos excita?

Nadie está dispuesto a reconocer en una fiesta o en un salón de onces que sus secretos anhelos podrían estar emparentados con la colección de deseos labrada por los emperadores de la ilegalidad, y que sus metas vitales no distan demasiado de las que los trasnochan a ellos. Sin embargo, el affaire se revela con suma claridad cuando vemos la comunión de sus gustos, sus hobbies, sus reflexiones, sus programas de televisión, sus libros, sus clubes, sus discotecas y sus partidos políticos.

¿De qué sirvió, pregunto, nuestra fidelidad a Carreño? Los soporíferos años en que nos adoctrinó? ¿Sus esfuerzos por blindarnos contra el diablo de las malas costumbres o los malos amigos? ¿De qué valieron sus vindicaciones y sus anatemas?

Esa baraja de sueños regados con sangre que erige el edén del tiempo de los asesinos, y cuyo cielo no es precisamente el de Milton o San Agustín, constituye el nutriente mitológico que impulsa nuestro fragor actual, engrana la maquinaria de la sociedad y riega generosamente el jardín de sus ilusiones. ¿O es que no se parece el ideario huachafo de los narcos –dinero a como de lugar, triunfo a como de lugar, buena vida a como de lugar– a la bitácora seguida por una buena porción de la sociedad colombiana? ¿No es amar al dinero por sobre todas las cosas el primer mandamiento de esos dos bandos, en apariencia enemigos?

Repito: qué urbanidad remplazó a la urbanidad de Carreño?

Hace unos pocos días, en un espectáculo montado con bombos y platillos, descubrimos la verdad, cuando la amante del capo de capos, el hombre que es al narcotráfico o que Newton a las matemáticas o Santa Teresa al misticismo, hizo para nosotros un alucinante Strip-tease, un espectáculo tan escabroso como colorido. Relató, frente a millones de teleespectadores, con minucioso erotismo, con cinematográfico sentido de la narración, con exultantes invenciones verbales, su amartelamiento con uno de los más grandes asesinos de la historia universal, pero primó en el reportaje la fascinación por el río de sus dólares, por el encanto de sus años de esplendor, y por la leyenda de una Dolce vita labrada a bombazos. Y la bella pérfida declaró con poético cinismo que la única diferencia entre el amor que ella le tuvo al Padrino y el que le tuvo la sociedad colombiana, fue nada más una cama. El enrazado de joya policial y novela romántica tuvo una aceptación aplastante.
No lo sigamos negando: a la urbanidad de Carreño la remplazó la urbanidad de Escobar.