Esta guerra nos ha mostrado cuán frágiles eran los tesoros de nuestra civilización. De todos nuestros bienes, aquel del cual más orgullosos estábamos ha demostrado ser el menos resistente: la libertad. Siglos de sacrificios, de pacientes esfuerzos, de sufrimiento, de heroísmo y de fe obstinada, la habían conquistado poco a poco; respirábamos su soplo de oro; nos parecía tan natural gozar de ella, como de la gran oleada de aire que pasa por la tierra y baña todos los pechos... bastaron unos días, unos pocos, para retirarnos esa joya de la vida; bastaron unas horas para que por toda la tierra una red aplastadora se extendiera sobre el estremecimiento de las alas de la libertad. Los pueblos la han entregado. Y aún más: han aplaudido su propia servidumbre. Y hemos vuelto a aprender la propia verdad: “Nada está realmente conquistado. Todos los bienes de este mundo no valen lo que ese don. Los lacayos de tu opinión, los cortesanos del éxito, no nos lo disputan. Y te seguiremos, Cristo de los ultrajes, con la frente alta: sabemos que resucitarás de tu tumba”.