La pobreza y sus metáforas

Por Iván Beltrán Castillo
“Existe un estado pasional del pensamiento nacido en la pobreza y servido por el infortunio; un algo que nombraré diciendo simplemente cultura de la pobreza, diferenciable de la que prospera a partir de una situación privilegiada” Antonio Gamoneda

Todos tenemos amigos que solamente se pueden amar en la memoria. Compañeros de viaje en algún instante del pasado, bruñeron las mismas quimeras y labraron sueños similares a esos que se quedaron a vivir en nosotros, y cuya oscura culpa pagamos, expiación contradictoria y dolorosa, con frecuencia exasperante. A la mayoría de esos amigos los perdimos porque se enriquecieron y un día, transmutados en efímeros dioses caseros, ya no tuvieron nada que ver con nosotros, a pesar de los esfuerzos diplomáticos y algunas tristes señales de la nostalgia, que en su estado prematuro se parece mucho al ulular de una sirena. Ellos habían madurado, lo que entre nosotros quiere decir hacerse a una buena bolsa, alzarse con una fortuna sin que importe demasiado la metodología. Crecer es enriquecerse. La vida se trata de que unos suban y otros bajen, unos se conviertan en elegidos y los otros en desheredados, unos pasen a engrosar la memoria de los asalariados y otros la amnesia de los ricos. Aquellos amigos ya tenían un atisbo de futuro, ya la primavera se les abría generosa… eran grandes, empezaban a hacer compras importantes, exhibían, fulgurantes y temibles, sus primeras escrituras y sus doradas y dadivosas tarjetas de crédito y el mundo, con ímpetu generoso, con premura les hacía un puesto de lujo. Mientras tanto nosotros, los que seguíamos pobres, adquiríamos este semblante de huérfanos que no le sirve sino a los suicidas cuando, después del último movimiento, empiezan por fin a contar su historia.

El que se enriquece es instantáneamente respetable porque obtiene la porción de realidad necesaria para abandonar la condición de proyecto, de esbozo, de croquis, de tentativa sospechosa, de íncubo inquietante, de prólogo insatisfactorio. La virginidad es para perderla y entre más temprano mejor. Todos asisten con desgano al espectáculo de los jóvenes que se quedan pobres, que no hallaron la puerta, que no abrieron la gran ventana ni ascendieron la gran escalera. Nadie quiere a los infantes perpetuos, adolescentes sin remedio, niños viejos y sin la capacidad de entrar a la fiesta de la vida… sempiternos menores de edad, terminarán siempre por ser sospechosos, por costarle dinero a los demás, por ser pedigüeños y por estar descolocados en todos los lugares, retardados, autistas económicos, engendros inútiles, que si se percataran de su verdad darían alaridos frente a los supermercados. Después de una vigilia colérica, la hambruna invade el espíritu y nuestro destino se convierte en una ciudad sitiada. No es solamente el miedo de no tener para la renta o para pagar el agua o para el desayuno de mañana, es el pánico de que en el reinado de la pobreza se aleja el amor, se exilian los bellos contactos, la existencia se extraña y nos toma distancia.

La pobreza, como lo descubrió el poeta sueco Harry Martinson en unas pocas líneas temblorosas, no es un estado económico sino un estado del alma. Su degradación central no consiste en que nos sean vedadas las cosas fundamentales como el alimento o la salud, el techo o el vestido, sino en el hecho, mucho más grave, de que quien está en sus manos se transmuta en el invitado indeseable. Porque, querámoslo o no, todos los pobres del mundo somos como Peter Sellers en La Fiesta Inolvidable, invitados de palo, pasajeros, tránsfugas irremediables.

Cuando entras al reino de las necesidades, todo queda subordinado, todo queda raptado. Por un decreto misterioso, tan abyecto como ininteligible las formas de la satisfacción, inherentes al solo hecho de estar vivos, se alejan, se hacen evasivas y, en lo que constituye parte de la metáfora que escribe la pobreza, desearlas se convierte en delito. El rico es hecho para desear… el mundo le abre las piernas y lo llama… el mundo no cesa de inventar gustos nuevos, furibundos, hambrientos, golosos, para que esté feliz sobre la tierra… Pero si el pobre desea las mismas cosas está cometiendo un pecado capital, posiblemente cercano a alguna extraña y malévola forma de la delincuencia.

¿Es la pobreza, un género de la literatura fantástica? ¿Un capitulo indeseable de la metafísica? Sus imágenes, las pesadillas que engendra, su dulce y devastadora mitología tendrán un sentido que todavía no terminamos de descifrar? Bástenos saber que cuando la hemos llevado con nosotros como una reliquia atroz, como la visitación de una enfermedad mortal que no tiene tan siquiera la cortesía de matarnos, equiparamos sus penurias concretas y alimenticias a las tardes del desamor, no distinguimos entre la ausencia de un almuerzo y la ausencia de un gesto esencial, próximo, cálido y solidario, y nos hace un daño más que concreto sus ausencias tremendas y sus navidades terroríficas, y todo eso nos produce un sentimiento que poco tiene que ver con la hambruna, y que, en cambio, se imbrica con nuestros dolores más hondos, más ancestrales y arcanos, en nuestros sentimientos graves y nuestra memoria poética, la misma que los fija, los eterniza y un día los cantará, como un botín misterioso y terriblemente humano.