La nueva esclavitud

Por Gonzalo Márquez Cristo

Hemos construido una civilización a la medida de nuestras pesadillas. Mientras el 40% de los habitantes del planeta vive en la miseria y nuestras convicciones han sido planificadas desde los núcleos de poder, somos castigados sistemáticamente por una culpa que no hemos cometido, y como si fuera poco, sabemos que el Gran Hermano vislumbrado por Orwell en su novela 1984 no cesa de vigilarnos.

Kafka, el gran cronista de la contemporaneidad, nos había prevenido de la opción de convertirnos en abyectos insectos, y de la aún más terrible posibilidad de ser condenados por un crimen jamás cometido, pero poco dijo de la tiranía de las “verdades” impuestas.

Nuestro tiempo se ha caracterizado por instaurar formas de dominio más sutiles y opresiones más patéticas que aquellas que campeaban en siglos anteriores; pues es evidente que los esclavos de la antigüedad conocían su ignominioso destino, mientras que los de la contemporaneidad ignoran su condición ultrajante. Una extraña venda se ha posado sobre nuestros ojos. “¿Qué nos está pasando ahora?”, dijo Kant en 1784; pregunta hoy más necesaria que nunca.

Los monopolios de la imaginación con sus industriosas trampas sensibles han decidido nuestra ingenua confianza en sus “verdades” diseñadas. El Soma del que habla Huxley en Un mundo feliz, es dosificado a nivel planetario irradiando su amnesia, mediante una nueva taumaturgia.

No sólo los trabajadores sufren una esclavitud manifiesta, atemorizados por poderes hiperreales y por discursos excluyentes. Ni los desempleados o las víctimas que impone la sociedad para hacer creíble la ilusión que la sustenta. Pues si existe el memoricidio, si una estrategia a-crítica es generalizada y producida por el enjambre mediático, si nuestra mente es el blanco de una cultura que propone un diluvio de imágenes que impide ver el horizonte, es sin embargo necesario afirmar que el olvido no es feliz como se insinúa en la novela de Huxley, pues esta desmemoria que hemos construido incuba una devastación interior nunca deleitosa.

No deja de ser contradictorio que la civilización que más ha impulsado la individualidad en la Tierra, con sus hordas de nuevos esclavos que jamás serán libres porque hilos secretos controlan sus banales deseos, sea la que esté poniendo en crisis al individuo, borrando sus fronteras, haciendo desaparecer su rostro lustral.

El individuo vive su agonía, se ha industrializado su existencia. Todos los habitantes del planeta deben pensar aquello que deciden las multinacionales televisivas y los periódicos más influyentes. Todos debemos viajar a los mismos lugares y vestirnos según la imposición de los centros de dominio, prescindiendo de la comida lenta y de las bebidas proscritas por el espejismo publicitario. Todos debemos escuchar la misma música inocua y celebrar su arte domeñado, apreciando cómo las generaciones más jóvenes, ni siquiera se plantean la opción inversa, un salto fuera de su sombra, un interregno de rebeldía. Hemos exilado a Prometeo.

La nueva esclavitud extiende sus dominios. La publicidad ha demostrado ser uno de los medios de dominación más sutiles y peligrosos. La televisión, y todo aquello que comienza como un milagro, ha terminado por imponer sus entorpecedores grillos, y la hemos visto desgastar el asombro. La información nos ha incomunicado, y es así como nadie recuerda los eventos trascendentes, nadie vislumbra lo que ocurre tras las bambalinas del hecho histórico, y por eso hemos quedado indemnes, sin armas eficaces para contener el advenimiento de los nuevos inquisidores.

Un unanimismo se cierne en el horizonte y parece no dar tregua. Vivimos la Edad del Cíclope. No deja de ser temerario que en esta Era de gran pobreza humanística todos nos hayamos convertido en Nadie, pero al contrario del episodio Homérico: ninguna argucia nos hará contener la proliferación de los seres de un solo ojo.

Vivimos un tiempo desintegrador. El comercio de la “verdad” es degradante. Hemos llegado a un punto de servidumbre en el cual la única libertad de prensa estaría en la abolición de los grandes medios que tantas veces determinan el rumbo de los países, la libertad de credo en suprimir las terribles religiones del Libro, la libertad sexual en abolir la pornografía hasta en sus más sutiles representaciones, y la libertad política tan sólo podría hallarse suprimiendo esa mentira que llaman democracia. Fuimos conducidos al límite.

Sin embargo el engranaje del poder es insaciable, y como lo soñó el visionario Charles Chaplin, todos seremos devorados por las máquinas y peor aún por las pantallas, por sus tornasoladas fauces, y por un discurso que se podría denominar “cautivo”. La contienda por la verdad ya no es teológica sino que corresponde a esos dioses de paso, a esas deidades efímeras que son las actrices, los deportistas o los cantantes de rock, y a los tiranos, que como Narciso, naufragan en su lago, pero muy lentamente, porque ésta vez no se ahogan en pozos de agua sino de cristal líquido.

En tanto, el espíritu religioso –ese experto en exterminios–, continuará afilando sus armas desde los órdenes políticos para que sus adeptos sigan atemorizando el planeta, pero esta vez operan sigilosos. La Nueva Inquisición no necesita de los monjes Sprenger y Kramer ni de su Malleus maleficiarum, (Martillo de las brujas) y ni siquiera de los artificios que emprendían los verdugos para la imposición de la hoguera respaldados en su ruin tráfico con la verdad, pues hoy tan sólo necesita de la contundencia mediática y de una palabra: “terrorismo”, la que desde el 2001 legitimó todas las atrocidades en su desbandada patológica.

Estamos en el tiempo en el cual somos condenados sin pruebas, ejecutados sin juicio y sabemos que será muy difícil retomar el rumbo que nos lleve a destruir esta nueva esclavitud que se extiende en todo el planeta, y que debemos inventar algo en las esferas de la imaginación y del lenguaje para impedir la marcha de los nuevos e invisibles inquisidores que avanzan inexorablemente hacia nosotros. Y quizá la única posibilidad que tenemos, como lo afirmó Foucault, será la de forjar un nuevo régimen de producción de la verdad, pues sólo desprendiendo la verdad que sustenta las formas de dominación usuales podremos denunciar el engaño generalizado. La sociedad es un acervo de fuerzas legitimadas por seductoras creencias, por certidumbres que casi siempre tiranizan y esconden una cruel farsa, y se hace imperativo urdir una estrategia que culmine en su develación.

Pero mientras tanto, veremos con Nietzsche, crecer los desiertos.


* Poeta y periodista colombiano. Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot, 2007