A las víctimas el infierno

Por Mijaíl Alexándrovich Bakunin

De uno de los padres del Anarquismo (1814-1876), traductor de Fichte y Hegel, fundador de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista y participante de la famosa Insurrección de Dresde (1849), publicamos uno de sus brillantes textos, que resume su pensamiento libertario. Aquí, otro de nuestros Con-Fabulados clásicos, cuyas reflexiones de gran actualidad constatan el sentido original de su utopía política.

¿Los hombres están condenados por su naturaleza, a devorarse unos a otros para vivir, como lo hacen los animales de otras especies?

Desgraciadamente, encontraremos en la cuna de la civilización la antropofagia, al mismo tiempo y enseguida las guerra de exterminio, la guerra de razas y pueblos; guerras de conquista, guerras de reequilibrio, guerras políticas y religiosas, guerras por las grandes ideas como las hace la Francia dirigida por su emperador, y guerras patrióticas por la gran unidad nacional, como las que meditan por una parte en el ministro pangermanista de Berlín y por el Zar panslavista de San Petersburgo.

Y en el fondo de todo esto, al través de todas las frases hipócritas de que se hace uso para darse una apariencia de humanidad y de derecho, ¿qué encontramos?

Siempre la misma cuestión económica: la tendencia de los unos de vivir y prosperar a expensas de los otros.

Todo lo demás es una bola. Los ignorantes, los tontos, se dejan coger en ella; pero los hombres fuertes que dirigen los destinos de los Estados saben muy bien que en el fondo de todas las guerras no hay más que un interés: el pillaje, la conquista de la riqueza de otro y la apropiación del trabajo ajeno.

Tal es la realidad, a la vez cruel y brutal, que los dioses de todas las religiones, los dioses de las batallas, no han dejado nunca de bendecir; empezando por Jehová, el dios de los Judíos, el padre eterno de nuestro señor Jesucristo, que mando a su pueblo escogido a asesinar a todos los habitantes de la tierra prometida, y concluyendo por el dios católico, representado por los Papas, que, en recompensa del asesinato de los paganos, de los mahometanos y los herejes, dieron la tierra de esos desgraciados a sus asesinos llenos de sangre. A las víctimas, el infierno; a los verdugos, sus despojos, los bienes de la Tierra.

Ese es, no otro, el objeto de las guerras más santas, de las guerras religiosas.

Es evidente que, hasta la fecha al menos, la humanidad no ha procurado excepciones a la ley general de la animalidad que condena a todos los seres vivos a devorarse unos a otros para subsistir.

El socialismo, poniendo en lugar de la justicia política, jurídica y divina, la justicia humana, reemplazando el patriotismo por la solidaridad universal de los hombres, y por la competencia económica por la organización internacional de una sociedad fundada en el trabajo, será el único que pueda acabar con estas manifestaciones brutales de animalidad humana, con las guerras.

Pero, hasta que haya triunfado en el mundo, todos los congresos burgueses por la paz y por la libertad protestarán en vano, y todos los Víctor Hugo del universo los presidirán en balde; los hombres continuarán devorándose unos a otros como las fieras.

Está bien demostrado que la historia humana, como la de todas las otras especies de animales, comenzó por la guerra.

Esta guerra, que no tuvo no tiene más objeto que conquistar los medios de vida, ha pasado por diferentes fases de desarrollo, paralelas a las distintas fases de la civilización, es decir, del desarrollo de las necesidades del hombre y de los medios de satisfacerlas.

Así, animal omnívoro, el hombre ha vivido primero como todos los otros animales, de frutas y plantas, de caza y de pesca. Durante muchos siglos, sin duda, el hombre, cazó y pescó cual hoy aún lo hacen los animales, sin ayuda de más instrumentos que los que la naturaleza le había dado.

La primera vez que se sirvió del arma más grosera, de una estaca o de una piedra, hizo acto de reflexión, se afirmó, sin sospecharlo indudablemente, como un animal pensante, como hombre; porque las más primitivas de las armas debiendo necesariamente adaptarse al fin que el hombre se propone alcanzar, suponen cierto cálculo, cálculo que distingue esencialmente al hombre animal de todos los otros animales de la tierra. Gracias a esta facultad de reflexionar, de pensar, de inventar, el hombre perfeccionó sus armas; muy lentamente, es cierto, a través de muchos siglos, y se transformó por esto mismo en cazador o en bestia feroz armada.