El crimen de la verdad

Por Iván Beltrán Castillo

“Si alguien tratara de decir la verdad durante
todo un todo un día, al atardecer sería linchado”
. Louis Ferdinand Céline

Parece increíble: ahora también la verdad se convirtió en mercancía. Siguiendo los rastros del amor y el erotismo, degradados por el negocio de la pornografía y su gemelo fatal el melodrama; los de la justicia, degradada por el negocio del derecho y su retórica; los de la literatura, degradada por la sed de éxito fácil que constituye el negocio de las editoriales, los de la elegancia, degradada por el negocio de la moda, y los del pensamiento, degradado por el negocio de las ideologías políticas, la verdad entra en la lista negra de valores irreductibles que, paradójicamente, fueron reducidos, y pasa a engrosar el nutrido arsenal de espectáculos y rituales masivos con que se nos amansa y atosiga .

Para comprobarlo dramáticamente no es sino sentarse cada noche, como una víctima cualquiera, a observar un denso programa televisivo, que más allá de su ropaje convencional de reality-show, es una prueba del límite –o el sin límite- que puede bordear el sórdido mercantilismo, que de hecho siempre está bordeando, y que expresa nítidamente el desabrochado apetito de ganancias que terminó por ser el termómetro imperante en la caja de las desilusiones.

La pequeña y disimulada orgía de cada noche se llama Nada más que la Verdad y es emitida con orgulloso triunfalismo por el canal privado Caracol en un horario triple A, abarrotado de suntuosos comerciales. Su postulado es elemental pero contundente: auscultar la vida secreta –es decir, la verdadera- de unos cuantos desdichados dispuestos a venderle su alma al diablo por dinero, a exorcizar y prostituir la intimidad a cambio de unas morrocotas, arrastrando incluso el prestigio y el buen nombres de sus amigos, familiares y carnales, y erigiendo en colorido espectáculo las regiones más lúgubres y sucias de su vida.

La miseria ha hecho lo suyo, y por el set de Nada más que la verdad ha pasado todo una galería de pérfidos y torcidos, que sonrojarían a los peores villanos de los melodramas. Pero el botín nunca es suficiente como para soliviantar el bochorno de su exhibición suicida, el hecho miserable de ejecutar frente a una audiencia millonaria, una suerte de strip-tease espiritual del linaje más grosero, donde se privilegia –como es obvio– todo aquello que, suponen los programadores, convocará al Dios rating, única deidad capaz de arrodillarlos: la sordidez, la inclinación natural al mal, la tendencia a la zancadilla y a la transacción perversa, a la usura, los bajos instintos, la truculencia, la gula, la traición, la perfidia y el pillaje .

Retablo doloroso de un país de delatores, de traidores, de mediocres y de auto complacientes, espejo de una raza que, como diría Rimbaud, solamente se rebela para pillar, el triunfo de este programa es el mismo éxito de nuestra mala conciencia, de nuestra fe en el credo del pirata. Es el elogio y la vindicación soterrada del éxito fácil, de la ganancia sin moral, del ascenso económico a prueba de consideraciones éticas o trascendentales.

Si bien los otros realitys emitidos por la televisión colombiana –y copiados de formatos extranjeros, no menos escabrosos en sus versiones originales- fueron sospechosos e inquietantes, ninguno había sido capaz de mostrar sin vergüenza sus verdaderas intenciones, su mordicante procacidad, su secreta transacción con el mal gusto y su innegable talante proxeneta. Disfrazados de escuelas histriónicas, de inocentes pruebas de la resistencia humana, de filantrópicos experimentos para darle turno a los desheredados, todos parecían tener una coartada. En cambio Solamente la verdad clarifica el negocio y muestra sin pudor la trastienda de estos circos hiperreales: la cruel tentativa de sacar provecho de nuestra zona prohibida, la utilización de la necesidad humana y su conversión en mercancía, la explotación del lado más vergonzoso de ser hombres, la comunión furibunda y el bussines con la ruina, y ante todo, la comprobación de una frase de Henrik Ibsen en El Enemigo del Pueblo: “la miseria económica, pero sobre todo la miseria espiritual, hacen que el pueblo no sea pueblo sino chusma”.

En un país que cotidianamente enmascara y falsea la verdad, y donde los medios de comunicación evaden con frecuencia alarmante su obligación de reflejar en el espejo los hórridos monstruos aceptados a la luz del día, es demasiado cínico jugar a la verdad, hurtarla, embadurnarla, maquillarla como a un vieja y decrépita actriz y lanzarla a un escenario decadente. La verdad, que alguna vez fue el gran problema de la teología, de las humanidades o de la ciencia, terminó siendo otro potro de tortura, otra gran puesta en escena protagonizada por la abyección.

P.D: Para escribir esta nota, el comentarista observó el programa “Nada más que la verdad” durante dos semanas seguidas.

Fue una experiencia humillante…

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